Seminarista diocesano recuerda experiencias de su servicio con los pobres en la India

Friday, Oct. 11, 2019
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Oscar Marquina

Special to the Intermountain Catholic

CALCUTA, INDIA — Como seminarista estudiando para la Diócesis de Salt Lake City en Roma, tuve la oportunidad de trabajar junto a los Misioneros de la Caridad  durante un mes este verano. Después de haber terminado mi primer año de teología, tenía el deseo de experimentar algún tipo de servicio radical en el extranjero.

Mientras oraba sobre mi decisión asistí a Misa y en una de las lecturas escuché “Porque cuando tuve hambre me alimentaste, cuando tuve sed me diste de beber.”

Inmediatamente hice una conexión con la Madre Teresa (Santa Teresa de Calcuta) sirviendo a los pobres, y comenzó el proceso  para trabajar al lado de los Misioneros de la Caridad.

El 28 de julio salí con destino a un mes de servicio en la India.

Calcuta fue algo que nunca había experimentado. Por la mañana me despertaba el llamado a oración musulmán, mientras los cánticos eran emitidos por los altavoces los cuales estaban montados en las mezquitas el sonido retumbaba por todo el vecindario musulmán en el que me albergué. Un día la caminata de 20 minutos para llegar a la Misa de la mañana me permitió experimentar el Eid al-Adha, el festival del sacrificio, una festividad mundial islámica en la que se celebra la voluntad de Abraham para obedecer el mandato de Dios de sacrificar a Isaac. Durante los dos días de celebraciones, en los callejones se sacrifican toros; momentos antes de que el cuchillo sacrifique al toro escuchaba decir  “Allahu Akbar,” una oración o una expresión informal de fe que quiere decir “Dios es el más grande.” En un día de calor, además de los olores de la basura decadente apilada en las calles y los hedores de orina en las banquetas llegaba el olor de la carne cruda. Aun a primera hora de la mañana el calor y la humedad hacían que comenzara a sudar mientras trataba de evitar pisar las orejas de los toros, heces o ratas muertas que yacían en la calle después de haber sido atropelladas por las motocicletas.

Poco después del festival, tres días de intensas lluvias ocasionaron que las calles se inundaran. Riachuelos de agua gris me llegaban hasta las rodillas cubriendo todas las calles y banquetas. Esto era un caos y la suciedad en que Dios mismo decidió participar porque nos ama.

 Dios se hizo hombre y experimentó suciedad y gravilla de mi vida diaria, Él también sintió el sufrimiento del desamor. Su amor por mí ha sido tan grande que mi única respuesta es regresar ese amor a Él. En Calcuta quería regresar ese amor hacia Él y hacia mis semejantes.

Me enfermé y me visitaste”. Existen muchos motivos por los que yo y otros cinco seminaristas de todos los Estados Unidos nos embarcamos en un viaje de un mes a Calcuta para realizar trabajo misionero. Uno de esos motivos lo aprendí el primer día. La Madre Teresa quería que los futuros sacerdotes sirvieran al pobre ya que cuando estamos sirviendo al pobre también estamos aprendiendo el cómo decir la Misa. Aprendí como manejar a Jesús en el pobre, así como un día manejaré al mismo Jesús en la Eucaristía.

Cada mañana tomaba un autobús que tardaba 30 minutos en llegar a trabajar a la primera casa de la Madre Teresa, Nirmal Hriday (Sagrado Corazón), un hogar para los moribundos que son destituidos. La casa estaba llena con cerca de 50 hombres y 50 mujeres que habían sido recogidos de las calles y a los cuales los Hermanos, Hermanas y voluntarios se habían comprometido a cuidar. El edificio era relativamente pequeño. Un pasillo con mesas y sillas servía como lavandería, comedor, sala y cuarto de hospital.

Justo primera tarea en la mañana era lavar la ropa. Se ponían cuatro estaciones conforme la ropa pasaba por cada estación el agua se iba haciendo cada vez más gris y mis manos y mis brazos se iban haciendo cada vez más pegajosos y grumosos.

Durante las cuatro semanas que pasé en Calcuta solo en dos ocasiones fui interrumpido al estar lavando la ropa. La primera fue cuando me pidieron bañar a un hombre que había defecado en sí mismo. Pensé “está bien: yo ya había trabajado en un asilo.”

El hombre y yo no hablábamos el mismo idioma, pero pude bañarlo y secarlo con un vistazo de amor que recibí con su mirada de gratitud que lo decía todo.

La segunda ocasión que se me pidió dejar de lavar la ropa fue para cargar lo que de primera impresión parecían latas de comida envueltas en una manta. Cuando la Hermana se agachó para besar los pies de la mujer inerte me pidió llevar la camilla a una sala de espera. Yo nunca había cargado un cuerpo sin vida, sin embargo, sentí un tranquilidad inexplicable; sentí paz ya que la mujer que estaba cargando estaba en paz. De hecho en la sala de espera a la que la llevé había un letrero que decía “Hoy voy a ver al Señor”.

En Nirmal Hriday, tuve que aprender a ver a Cristo en el hombre sin estómago ya que trató de suicidarse ingiriendo ácido, tuve que darle un masaje para que pudiese estar en algo de paz; vi a Cristo en el hombre cuya cabeza tenía una herida a la que tuve que vendar; Vi a Cristo en el hombre con incontinencia al que bañé y sequé; vi a Cristo en el hombre con escorbuto, cuyos dientes tuve que lavar.

 “Si fueras perfecto, ve, vende tus posiciones y dónaselas al pobre’…. Cuando el jóven escuchó esto se fue afligido.”

La rutina diaria era tan difícil que no había día en el que no pensara sobre las comodidades en mi hogar. Después de bañar a los residentes con agua en cubetas llegaba a mi casa a bañarme con una cubeta. Después de lavar la ropa a mano en Nirmal Hriday, pasaba los días lavando mi propia ropa a mano. Después de cuidar a quienes tenían poca movilidad, mis hermanos seminaristas me ayudaban a estirar mi espalda lastimada cada mañana entumida por cargar y levantar a las personas. Una tarde, llegué de las calles inundadas y llenas de basura con un fuerte dolor de espalda para asistir a la Hora Santa. La capilla relucía como oro. Durante la Adoración no podía evitar la alegría y tesoro al estar en la presencia de Jesús. Me di cuenta de que yo era una de las personas más ricas del mundo, ya que mi riqueza y alegría venían de Cristo.

”Y entonces la Palabra se hizo hombre y camino entre nosotros.” Las tardes trabajando en el orfanato Daya Dan me dieron dolor en el corazón y alegría. La mayoría de los 34 niños allí estaban confinados a sillas de ruedas y no tenían expresión en sus rostros- tenían discapacidades mentales y era difícil comunicarse con ellos al no saber Bengali o Hindi. Era muy difícil pasar 15 minutos al no poder sacarles una sonrisa en sus rostros. Resultaba frustrante ver que los niños no podían tragar la comida aun cuando trataban y trataban. Pero había momentos de risas, de platos vacíos, de cantos y bailes. Al final del día un voluntario se me acercó y me dijo “ahora entiendo porque algunos no creen en Dios; existe mucho sufrimiento en el mundo.”

Yo lo vi y le respondí “de hecho, la prueba de que Dios existe está en los Misioneros de la Caridad y los voluntarios. Ellos no realizarían esto si no fuese por la voluntad de Dios. Jesús está presente en ellos.”

Recordando mi tiempo en Calcuta no puedo más que ver la providencia de Dios. Cuando ingresé al seminario hace tres años, pedí estar amoldado al Sagrado Corazón de Jesús y comencé una devoción cada primer viernes de mes. En India me encontré, durante cuatro semanas, viviendo dentro del Sagrado Corazón, en la Casa Nirmal Hridray . El estar en servicio constante de los residentes, alimentándolos, limpiándolos, acompañándolos, mientras al mismo tiempo superaba obstáculos tales como los sentimientos de rareza y disgusto, así como mis propias equivocaciones, me enseñó a crecer en resolución. Esa mansedumbre, que es el ser capaz de enfrentar los retos sin nunca perder de vista la meta, no solo me sirvió como seminarista de camino al sacerdocio, sino me formará en mi servicio como sacerdote.

“Jesús, haz que mi corazón sea humilde, haz que mi corazón sea dócil  como el tuyo. O María, concebida sin pecado, reza por mí.”

Oscar Marquina Romero es un seminarista para la Diócesis de  Salt Lake City.

 Traducido por: Laura Vallejo

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