El ayuno fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone el corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo (San Francisco De Sales, Sermón sobre el ayuno).
El ayuno purifica el alma, eleva el espiritu, sujeta la carne al espiritu, da al corazón contrición y humildad, disipa las tinieblas de la concupi-scencia, aplaca los ardores del placer y en-ciende la luz de la castidad (San Agustín, Sermón 73).
El cristiano tiene libertad para ayunar en cualquier tiempo, no por superstición, sino por virtud. ¿De qué modo, sin embargo, puéden guardar los cristianos la castidad si no cuidan la continencia en estas cosas? ¿Cómo pueden estudiar las Escrituras y buscar la ciencia y la sabiduría? ¿No es, acaso, gracias a la continencia del vientre y de la boca, regulando la comida y la bebida por la abstinencia y el ayuno? Esta es la razón del ayuno cristiano. Hay también otra razón de carácter religioso, muy alabada desde el tiempo de los Apóstoles: «Bienaventurado quien ayuna para ayudar a los pobres». Este ayuno es verdadero, digno y grato a los ojos de Dios (Orígenes, Homilía 10).
Tres cosas hay, hermanos, por las que se mantiene la fe, se conserva firme la devoción, persevera la virtud. Estas tres cosas son la oración, el ayuno y la misericordia. Lo que pide la oración, lo alcanza el ayuno y lo recibe la misericordia. Oración, misericordia y ayuno: tres cosas que son una sola, que se vivifican una a otra (San Pedro Crisólogo, Sermón 43).
El ayuno no da fruto si no es regado por la misericordia, se seca sin este riego; lo que es la lluvia para la tierra, esto es la misericordia para el ayuno (San Pedro Crisólogo, Sermón, 43).
Todos los que han querido rogar por alguna necesidad, han unido siempre el ayuno (la penitencia) a la oración, porque el ayuno es el soporte de la oración (San Juan Crisostomo, en Catena Aurea, val. I).
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