Nota editorial: Esta es parte de una serie de reflexiones sobre la importancia de la Eucaristía y lo que significa ser personas de la Eucaristía. Estas reflexiones son parte del Avivamiento Eucarístico de la Diócesis de Salt Lake City, el cual tuvo comienzo el 19 de junio y concluirá en el mes de julio del 2024, con el Congreso Nacional Eucarístico a realizarse en Indianápolis.
Estas reflexiones han sido diseñadas para ser leídas por un sacerdote, diácono o ministro durante las Misas, después de la oración posterior a la comunión. Estas aparecerán impresas en este periódico, así como en el sitio diocesano en línea www.dioslc.org. La serie de reflexiones continuarán hasta el mes de junio del 2023 en preparación para el 9 de julio del 2023, día en que se celebrará el Rally Eucarístico Diocesano en el Centro Expositor Mountain América en Sandy.
En la persona de Jesucristo, Dios se rebajó haciéndose humano y entregándose a nosotros en la Eucaristía. En nuestra última reflexión, hablamos de cómo nos preparamos para el sacrificio de la Misa. Una vez que entramos en la Iglesia, nuestra preparación se hace mucho más visible: una de las primeras acciones que realizamos es la genuflexión hacia el tabernáculo, donde se guarda el Cuerpo de Cristo. La genuflexión es el acto de doblar la rodilla: al realizar esta acción, nos rebajamos como signo de humildad ante Dios, que está realmente presente. Pero también nos recuerda nuestra creencia fundamental en la Eucaristía: que Dios se rebajó por nosotros. Finalmente, después de preparar nuestros cuerpos y nuestros espíritus, comienza la Misa. La primera parte, los ritos introductorios, son un conjunto de acciones y oraciones que son pequeños pasos para que reconozcamos la presencia real y física de Cristo entre nosotros en la Misa.
El primer acto notable de la Misa es la procesión de entrada, cuando el sacerdote, el diácono y los servidores se dirigen hacia el altar. Antes de pasar por la procesión de entrada, debemos entender que la Misa se construye hasta el sacrificio de Cristo en la Eucaristía. Antes de que Cristo fuera a su muerte, salió en procesión en la ciudad de Jerusalén junto con sus Apóstoles, acercándose voluntaria y alegremente a su próximo sacrificio por amor a nosotros.
La procesión de entrada a la Misa nos recuerda este acontecimiento, indicando al mismo tiempo que el sacerdote, que actuará en la persona de Cristo para presentar el sacrificio de la Misa, es uno de nosotros, un miembro de nuestra comunidad y un humilde servidor del Señor. Cuando el sacerdote y el diácono lleguen al altar, lo venerarán con un beso. El altar es el lugar en el que el sacrificio de Cristo se nos vuelve a presentar (no “representar”), al igual que el altar se utilizaba para los sacrificios a Dios en el Templo del antiguo judaísmo. Al besar el altar, el Sacerdote está emulando a Cristo, que abrazó la cruz sobre la que se dio la salvación al mundo.
Como todas las oraciones, la Misa comenzará y terminará con la señal de la cruz. Es uno de los gestos católicos más característicos que todos conocemos de memoria. También es una de las tradiciones más antiguas de la fe católica. El gesto une las dos creencias más fundamentales de nuestra fe que debemos tener siempre presentes en nuestra vida de oración: la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y la Crucifixión (en forma de cruz con la que nos persignamos).
Una vez que todos hayamos realizado la señal de la cruz, el sacerdote dirigirá un saludo a la comunidad reunida. Se trata de un discurso dirigido a la congregación que utiliza las palabras y las fórmulas utilizadas a menudo por San Pablo en sus epístolas. Cuando San Pablo escribía a las distintas comunidades eclesiásticas, hacía hincapié en que, a pesar de la distancia y el tiempo, todos los creyentes y todos los reunidos en nombre de Cristo están unidos espiritualmente en su fe, pero también físicamente en la Eucaristía.
El comienzo de la Misa es nuestra oportunidad de recordar que somos hermanos en Cristo, partes individua-les diferentes que forman el mismo Cuerpo Místico de Cristo. Una vez que recibimos la Eucaristía, nos convertimos en hermanos en Cristo en un sentido más literal porque tendremos la misma sangre de Cristo dentro de nosotros.
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